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David Lynch

Tras la cortina roja -David Lynch 7-

Tras la cortina roja -David Lynch 7- Reduciendo el "juego de rol" lynchiano a un mero patrón narrativo, localizable en toda su obra, éste constaría de las siguientes fases:

A) De entrada, existe un trauma enquistado en el protagonista, ya sea la angustia de la paternidad, el incesto, el asesinato, el puro aburrimiento vital... Evidentemente, cuando más grave resulte dicho trauma, más radical será el proceso de sublimación y reajuste consiguiente, más violenta su ruptura y, en último término, menos posible su vuelta atrás. De hecho, tal retroceso sólo se produce en “Terciopelo azul”, que según ello podría considerarse la película más "ligera" de Lynch (su talante adolescente no es casual, desde luego; una época que pese a engendrar traumas que muy bien pueden llegar a ser definitivos, también permite todavía un paso atrás, una rectificación...)

B) El individuo forja una realidad paralela (primer intento de fuga interior), una ficción. En dicho recinto, a veces, el peso del trauma es cedido a un "alter ego" (Bob) o, simplemente, se diluye mediante la creación de otra personalidad (Pete).

C) No obstante, el subconsciente también crea una figura que irrumpe en esa realidad paralela con objeto de advertir al protagonista de que nada de lo que le rodea es lo que parece, de que hay algo más detrás (El Hombre del Planeta irrumpe brevemente en el sueño de Henry con la Chica del Radiador, El Hombre Misterioso desconcierta a Fred con una imposible llamada telefónica...). Son mitad demiurgos, mitad guías del interior de uno mismo; luces rojas de advertencia de que algo no va bien, de que existe un desajuste cuyo solución no radica, ni mucho menos, en la mera adjudicación de la culpa a otro.

D) La manifestación paulatina de tal presencia significa toda una convulsión en esa falsa realidad paralela, cuyo creador, autoengañado en un principio, cada vez sufre más tratando de sepultar la verdad.

E) A veces, aparte de ese guía oscuro, también pueden manifestar otro tipo de guías, estos de naturaleza más luminosa (el Hada Buena de "El Mago de Oz", el Gigante de “Twin Peaks”, etc).

F) Al tiempo, se puede ir vislumbrando una salida, psicológica, emocional, a esa situación de esquizofrenia, una vía de escape, que no sea ni la horrible realidad, demasiado espantosa para ser afrontada, ni ese universo de pura mentira (aunque con los suficientes atributos de realidad como para funcionar de manera dopante), sino un mundo ya directamente de fantasía extrema (El Radiador, Oz, La Logia Blanca...). En ocasiones, esa tercera realidad, ese plano de total irrealidad, puede llevar asociada la presencia de una compañera sobrenatural perfecta, soñada, como la Chica del Radiador, con quien unirse eternamente. Aunque, por desgracia, también puede resultar un infierno desconcertante, sin el menor asomo de lógica aparente como la Habitación Roja. ¿Por qué en algunos casos el final es plácido y en otros desesperado? ¿Se encuentre esto en función de la gravedad del pecado? Dudoso, ya que matar a un bebé no parece mucho menos grave que violar y asesinar a una hija adolescente, sin embargo, Henry, en su demencia, encuentra comprensión final y serenidad interior junto a la Chica del Radiador; mientras, Leland sólo encuentra mortificación eterna en el seno de la diabólica Logia Negra.

G) Por fin, la realidad paralela estalla, el trauma sale a la luz, se produce la epifanía y ya sí que sólo quedan dos salidas: o el refugio de fantasía o la pura huída interna.

Cabe apuntar, por último, que la señalada insistencia de Lynch en fabricar “alter egos” a sus personajes principales, también podría interpretarse como una angustiosa metáfora del propio acto creativo, mediante el cual el artista genera figuras condenadas a ser movidas por él mismo como piezas dramáticas a disposición de sus caprichos, actantes prisioneros de un entramado argumental a la postre siempre encaminado hacia el cumplimiento de los deseos más ocultos del autor; puede que abyectos, a veces, pero deseos al fin y al cabo.

Las edades del hombre -David Lynch 6-

Las edades del hombre -David Lynch 6- ¿Se podría establecer algo parecido a una cronología lynchiana total a través de los argumentos de sus películas? Intentemos mediante un caprichoso ejercicio de malabarismo, abstracción y, sí, adulteramiento narrativo, considerar a los sucesivos protagonistas de su obra como distintas expresiones de una misma figura dramática (un alter ego lynchiano, en estado arcilloso, su “Campeón Eterno” citando a Michael Moorcock).

Por ejemplo, imaginemos que el Jeffrey Beaumont de Terciopelo azul fuese ese supuesto Alter Lynch en edad postadolescente, un muchacho que añora algo de variedad, de excitación en su corta pero ya mortalmente vulgar vida. Natural de Lumberton, un aparentemente idílico pueblo norteamericano, pero instalado desde hace poco en la ciudad, con objeto de cursar estudios universitarios, Jeffrey vuelve a su localidad natal, tras el accidente que afecta a su padre y le deja en un estado semicatatónico.

Una vez reinstalado allí, Jeffrey descubrirá (¿topándose con ella o bien inventándosela?) una forma de evadirse, de trascender esa insoportable futilidad, mediante un bizarro, cuasiminimalista caso detectivesco alrededor de a una hembra nocturna, mitad “femme fatale”, mitad madre y esposa desesperada por los secuestros de su marido e hijo. En dicha trama “noir” se sumergirá el muchacho con ambigua candidez, junto a una amiga adolescente, su compañera en este viaje iniciático hacia el lado oscuro de su localidad, de claras resonancias órficas. Tal itinerario es, como todo viaje iniciático, un recorrido interior, que obliga a Jeffrey a deslizarse hacia las partes más sombrías y difíciles de aceptar de su personalidad, y que encuentra su lógico acomodo en ese Lumberton nocturno donde monstruos (¿del “Id” de Jeffrey?) como Frank Booth, Ben o el Hombre de Amarillo muestran al muchacho lo que hay más allá de la anodina, ideal existencia real.

Al final, dicha incursión en lo atroz, con Dorothy Valens como tentación catalizadora, y Frank como abismal cicerone, tendrá un final cuya posible lectura inmediata es la de la autorrenuncia, de marcha atrás por parte de Jeffrey, quien tras avistar el abismo y tambalearse en su mismo borde, logrará retroceder unos pasos para seguir con su vida diurna, junto a su familia y una recién conquistada (e inofensiva) Sandy. Un horizonte de felicidad monolítica que no puede dejar de parecernos castrador, asfixiante e incluso carente de sentido tras la zambullida en el deforme pero embriagadoramente excitante horror de la noche, repleto de peligros pero también de emociones. Bajo esta luz, Jeffrey quizás sería no tanto un Orfeo (o un Edipo) sino una suerte de Ulises adolescente que pese a sentirse puntualmente tentado por el canto de las sirenas monstruosas, regresa en último término a su Ítaca particular, aburrida pero segura, con su Penélope de rosa y calcetines blancos.
Ahí dejamos a Jeffrey Lynch tras el final de “Terciopelo azul”, consciente de que bajo el velo que otorga a la realidad un color pastel, aguarda el espanto, la cara oscura de su pueblo, de sus habitantes, de la vida. Un horror capaz de asomar a la superficie durante el día sólo mediante pequeñas señales, como esos insectos que se agitan en el césped o ese bicho que es devorado por el hermoso jilguero.

Imaginemos que en tres o cuatro años, ese adolescente tímido y de maneras robóticas, de camisas abotonadas hasta el cuello y gesto adusto, sufre una mutación radical (de algo habrá servido su anterior incursión en el infierno) y se transfigura en una suerte de macarra arquetípico, de americana de piel de serpiente, botas camperas y gafas negras. Supongamos que la dulce Sandy, también cambia de la mano de su príncipe (¿de terciopelo?) azul y llega a los veinte años convertida en un conejita saltarina. Algo oculto y turbio sucede en casa de la chica (recordemos lo extraño del comportamiento de sus padres en “Terciopelo azul”), que culmina en la muerte del padre de Sandy (ya un poco Lula) en un incendio. A continuación, Sailor y Lula huirán del maligno dominio de la madre de esta última, enfrentándose al Mal en un pueblo perdido, donde el chico caerá en la violencia, lo que le valdrá unos años de reclusión, tras los cuales, él, Lula y su hijo formarán una familia con todas las trazas de convertirse en... estable; cosa que la bruja-madre Marietta no tendrá más remedio que aceptar definitivamente.

Sigue discurriendo el tiempo. Sailor y Lula se van a vivir juntos a la ciudad y su historia experimenta un frenazo radical. Él cuelga la chaqueta de piel de serpiente y se coloca un traje gris e impersonal que encaja a la perfección con su nueva (e inmóvil) vida a juego. Su peinado comienza a hacerse extraño, su verborréica y adolescente capacidad para expresar sus sentimientos de forma torrencial da paso a una expresividad gutural, sintética, casi autista... muy de mediana edad. Sailor se llama ahora Henry y cada vez está más perplejo ante la existencia a que se ha visto abocado, inmerso en un opresivo entorno urbano cuya lógica se encuentra muy lejos de entender. Pronto empezará a contemplar a su hijo como a un monstruo culpable de la limitación de su libertad, de sus posibilidades de expresión personal.

La situación en el apartamento conyugal se hace irrespirable y Lula/Mary X acaba por abandonar el hogar, dejando a Henry sólo con su hijo, cada vez más obsesionado y harto de su presencia, cada vez más cerca de emprender un acto irracional contra él, que, de ser materializado, marcará su vida (y su estado mental) para siempre.

En este punto, la videoaventura interactiva de este héroe lynchiano universal, enfila su arborescente punto y final ofreciendo varios caminos posibles, todos ellos sin vuelta atrás. En el primero, Henry acaba con su hijo y se despeña por un abismo mental sin posibilidad de retorno.

En otra posible ruta, Henry acaba adaptándose, progresa profesionalmente y se convierte en el pilar de ese hogar. Su nuevo nombre es Leland y lo reencontramos de vuelto a su pequeña e idílica localidad natal, una población maderera que en lugar de Lumberton ahora se llama Twin Peaks. El hijo que a ojos de Henry/Leland fue una pequeña criatura de pesadilla, crece hasta convertirse en una preciosa adolescente que, para horror de su padre, empieza a despertar sus más turbios deseos. Por supuesto, se llama Laura.

La tentación incestuosa comienza a hacer estragos en Leland, hasta el punto de necesitar fabricarse un “alter ego” (otro) capaz de materializar este deseo inaceptable. Bob, dique de contención psíquico de la culpa autodestructiva de Leland, servirá para que éste dé rienda suelta a sus instintos, hasta que éstos acaben por ser tan destructivos que acaben aniquilando a su propia hija.

Por último, en un tercer camino paralelo hallamos otro Henry alternativo: Fred Madison, un hombre casado y sin hijos (¿su hijo ha muerto y su mujer ha vuelto a casa o estamos, quizás, ante un segundo o tercer matrimonio?). Fred parece liberado de todas las cargas que, en vidas anteriores, parecían encarnadas en su hijo, y ha podido entregarse, por fin, a sus instintos artísticos, convirtiéndose en músico. No obstante, lo que podía ser una existencia apacible y acomodada junto a su atractiva esposa, es, en realidad, una pesadilla autocontenida por culpa de los celos que le carcomen y que salpican la convivencia de obsesiva desconfianza.

El mundo es extraño -David Lynch 5-

El mundo es extraño -David Lynch 5- “En la vida hay oportunidades para aprender y adquirir experiencias, aunque se deban correr riesgos”.
Jeffrey a Sandy en “Terciopelo azul”.

Podríamos emprender un ordenamiento del Universo Lynch acotando tres ámbitos en los que, de forma alternativa, el cineasta ha ido posicionando su punto de vista como narrador.

1) El ámbito de lo real. Aquí radican los traumas, las culpas, los hechos inabordables por las mentes en cuyos entresijos se desencadenan las historias de apariencia fantástica que vemos en sus películas. En esta esfera reside tanto el egoísmo terminal como el difícilmente aceptable rencor de Henry hacia su no deseado hijo, cuya llegada inesperada desintegra su estabilidad ovípara; también el mundo de idílico hastío, de mortecina serenidad, en el cual se ve obligado a vegetar Jeffrey Beaumont, sin asomo de emociones verdaderas; y las respectivas cárceles de Sailor y Lula (la vida junto a su madre-bruja para ella, y la cárcel-cárcel para él); o el atormentado universo incestuoso de Leland Palmer en “Twin Peaks”; así como el gélido y lúgubre apartamento del matrimonio Madison en “Carretera perdida”, caldo de cultivo de todo tipo de bacterias emocionales (celos, insatisfacción sexual, hastío...).

2) El ámbito de lo ideal. Dónde el personaje central huye y sepulta sus traumas. Es decir, el apartamento de Henry (sí, aunque parezca mentira, ese lúgubre agujero le resulta un entorno confortable, el refugio último para su desconcertada mentalidad fetal); el mundo nocturno, en su vertiente, digamos, “bohemia” de Lumberton, para el joven Jeffrey, unido a sus primeros y satisfactorios escarceos como detective aficionado; la carretera para Sailor y Lula, y, más en general, cualquier forma de expresión cinética (obsérvese como la felicidad para ambos siempre conlleva movimiento, ya sea mediante un baile frenético, la velocidad en un coche o el sexo más compulsivo); el aparentemente envidiable mosaico profesional y familiar de Leland Palmer, formado por un empleo lucrativo y exitoso, y un triángulo esposa-hija-hogar, en principio, ideales; y, por último, el mundo despreocupadamente juvenil de Pete Dayton, libre de las responsabilidades, ataduras y deterioradas relaciones establecidas tras buena parte de su vida adulta por el maduro Fred Madison.

3) El refugio último/Paraíso o Infierno. El recinto que acogerá finalmente a los personajes en sus definitivas fugas mentales. Un enclave sin reglas racionales ni imposiciones externas, con su propia lógica, ya sea ésta idílica o siniestra. Es el Mundo Bajo el Radiador, la tentadora realidad nocturna que acompaña (al igual que el fuego al asesino Bob) a Frank Booth en sus correrías por el lado oculto y pavoroso de Lumberton; el (¿inexistente?) Mundo Luminoso de Oz, en el cual podrían llegar a vivir felices para siempre Sailor, Lula y su hijo; la Habitación Roja de Twin Peaks, esa carretera mental sin fin, con trazado de cinta de Moebius...

Lo que varía de una película a otra es en cual de dichas esferas sitúa Lynch la entrada. Es decir, qué paisaje resulta dotado de significación fija, al menos como referencia inicial, para, a partir de ahí, articular una ficción concreta, que, por supuesto, según sufre la invasión de otras realidades, va tornándose paulatinamente caleidoscópica, hasta culminar, siempre, tras un proceso de deterioro, en la violenta desarticulación del esquema de partida, de aquella pretendida situación idílica de punto cero.

Podríamos considerar, eso sí, el caso de “Terciopelo azul” como particular, al implicar un regreso, un paso atrás en la inmersión infernal de Jeffrey en el submundo nocturno de Lumberton (su propio submundo mental, de hecho; ¿o no deberíamos considerar el dislocado universo de Frank como una proyección de lo que el adolescente protagonista quisiera vivir?). No obstante, tampoco puede hablarse exactamente de un regreso al paraíso, ya que esa realidad anestesiada sensorialmente a la cual retorna el protagonista, es precisamente de la que pretendía huir mediante su alambicada elaboración detectivesca. En ese sentido, respecto a otras obras de Lynch, “Terciopelo azul” podría interpretarse, por un lado, como una propuesta conceptual menos extrema (al fin y al cabo, volvemos al punto de partida, lo cual desecha la posibilidad de una “gran tragedia” para el protagonista), si bien, por otro, también resulta en cierto modo todavía más desoladora, por lo que implica de condena circular, de muerte de la emoción, de encarrilamiento en un determinismo de la mediocridad del cual, quizá, Jeffrey ya jamás consiga escapar.

Comparados con el de “Terciopelo azul”, los mucho más abruptos desenlaces de “Cabeza borradora”, “Twin Peaks” y “Carretera perdida” (aunque en este último caso también estemos ante una estructura circular) sí que conllevan cierta catarsis para los protagonistas, mientras que la malsana placidez de ida y vuelta del órfico periplo de Jeffrey Beaumont implica un “no cumplimiento” de esa atracción entrópica que ya nunca más volverá a repetirse en la obra de Lynch.

Dick Laurent is dead -David Lynch 4-

Dick Laurent is dead -David Lynch 4- En “Carretera perdida” el virus que carcome la personalidad de su protagonista, Fred Madison, resulta ser los celos, la intuición obsesiva de un adulterio. Esta sospecha le empujará a una espiral disociativa de sí mismo y de la imagen (del concepto, en realidad) de la persona con quien comparte su vida, casa y cama. Tal paranoia originará en Fred una furia interior alimentada aun más si cabe por la insoportable condescendencia con que la propia Reneé trata la disfunción sexual de su marido. Todo ello irá convirtiendo su psique en una olla a presión cuya primera fuga será la grabación furtiva (¿por él mismo o su alter ego, esa emanación identificada como Hombre Misterioso?) de ciertas cintas de video en el seno de su hogar, escenario, al fin y al cabo, de un drama doméstico de prototípica banalidad.

Esa mirada externa que denotan las videograbaciones será el catalizador del nacimiento de esa segunda identidad capaz de realizar el horrible acto que anida en el subconsciente de Fred desde hace tiempo: el asesinato de su esposa. Así, el Hombre Misterioso (a quien en el último acto veremos enarbolando la cámara de video y grabando al propio Fred de frente (lo cual le identifica como el responsable de aquellas cintas, algo que Fred no hubiera podido hacer “en solitario”, es decir, con su yo consciente al descubierto, debido a su aversión hacia las videocámaras) funcionará como una suerte de brazo ejecutor, capaz de exterminar a esa mujer conocida/ajena, mentirosa... Capaz de llegar donde Fred no llegaría jamás, o, al menos, de facilitarle los medios para que él mismo lo haga. Por ejemplo, como cuando ese Hombre Misterioso acerca un cuchillo a Fred para que éste degolle a Mr. Eddy/Dick Laurent, mientras aquel graba impasiblemente lo ocurrido; plano éste particularmente informativo al presentar los dos “yo” de Fred, disociados, pero complementándose: uno asesinando, el otro registrando la realidad... Hechos ambos, inconcebibles para el Fred del comienzo del film, que, al final, acaban por materializarse gracias a la existencia del Hombre Misterioso.

Tras asesinar a su esposa, y sepultarlo en el olvido, incapaz de afrontar su acto, Fred será obligado por la ley a encarar lo que ha hecho, visionando incluso la cinta del asesinato, en la cual (aunque al espectador se le escamoteen dichas imágenes) aparece él descuartizando a Reneé. Al reconocerse a sí mismo como homicida, Fred sufrirá durante su estancia en prisión la caída en un infinito abismo mental, del cual logrará salir gracias a una fuga psicogénica; es decir, el mecanismo a través del cual Fred se construye no sólo otra identidad virgen de culpa, sino toda una nueva realidad a la medida en la cual insertar ese nuevo “yo”.

¿No existía Pete Dayton antes de que Fred Madison lo necesitase como receptáculo, como escapatoria a su tormento? Es difícil afirmarlo por muchas veces que se visione el film. Podría decirse, eso sí, que ello no afecta a la lectura básica de la historia. Si Pete ya era una persona determinada, es decir, si el mundo del segundo acto de “Carretera perdida” es EL MISMO que el del primero, si no sucede todo en la cabeza de Fred... entonces, la fuga psicogénica podría interpretarse como el robo de un cuerpo, la irrupción del acorralado Fred en una identidad ya existente: la de Pete. Los “flash-backs” nunca aclarados de lo que ocurrió aquella noche, y lo que vieron la novia de Pete y sus padres, podrían conducir también a esa interpretación. Ahora bien, tal lectura también impondría a la narración ciertas necesidades, digamos físicas, corpóreas, que a medida que avanza el segundo acto y van surgiendo en la vida de Pete ciertos elementos de la de Fred (la música de la radio, la aparición de Alice, la otra Reneé, el propio Hombre Misterioso...) conducirían la trama hacia una cierta convencionalidad “fantastique”. Cuando lo cierto es que Lynch siempre se ha inclinado más hacia la creación de paisajes internos férreamente autojustificados que hacia la descodificación genérica, por muy original que esta llegue a ser.

En cualquier caso, objetiva o subjetiva, la trama del segundo acto de “Carretera perdida” acaba dónde se podría esperar en su autor; en la desintegración de la mentira, la caída de la máscara, la inevitable reaparición de Fred, tras haberse demostrado inoperante la presencia de Pete. Y es que su fracaso metafísico-amatorio hacia Reneé-Alice en la envolvente aunque desoladora escena sexual en el desierto resulta otro importante nudo significativo.

Una vez de vuelta, Fred afronta un tercer acto que no es sino la asunción simbólica de lo que, suponemos, ya ocurrió en el primero, aunque sin haber sido interiorizado entonces por su yo consciente (y, por tanto, sin haber sido presenciado por el espectador, que siempre acompañó subjetivamente a Fred/Pete). Por fin el adulterio parece una certeza definitiva, contrastada. Y ahora comprobamos como Fred, presa de su furia y con la ayuda del también reaparecido (todavía tiene un importante papel que jugar) Hombre Misterioso asesina a Dick Laurent (¿Acaso no resulta Mr. Eddy una encarnación simbólica de Dick Laurent en el mundo diseñado por la mente de Fred a la medida de su personaje-refugio Pete Dayton?). Decirse finalmente a sí mismo, a través del portero automático, que “Dick Laurent ha muerto” no parece sino el acto definitivo de autoconciencia que Fred dedica a su recién asumido yo desdoblado, antes de emprender su huída eterna en esta historia extrema de autorechazo y disociación con estructura de banda de Moebius. Un acto cuya única salida, insisto, no puede ser otra que la fuga interior eterna, acosado para siempre por esa realidad simbolizada en los policías perseguidores que, suponemos, jamás lo lograrán atrapar.

Fugitivos del Yo -David Lynch 3-

Fugitivos del Yo -David Lynch 3- Cuando creas que algo no va bien, recuerda lo que Pancho le dijo a Cisco kid: "Larguémonos antes de bailar en la cuerda floja y sin música”. Sailor a su hijo en “Corazón Salvaje”.

Todos los films de Lynch sobre los cuales ha tenido absoluto control ilustran una misma situación dramática, resuelta, además, de manera casi idéntica: La construcción por parte del protagonista de una quimera habitada por determinadas figuras simbólicas, en cuyo seno éste consigue diluir en principio las consecuencias psicológicas y emocionales de algo demasido horrible para ser aceptado de forma consciente. No obstante, de manera inevitable, eso tan horrible irá poco a poco comiendo terreno a la sublimación autodefensiva del trauma, a toda esa labor teórica de creación de máscaras internas, para terminar finalmente saliendo a la luz, explotando a veces de forma violenta, hecho casi siempre acompañado de un último acto redentor: la fuga interior del protagonista hacia un segundo estrato de conciencia, otro mundo de placidez sincrética que tampoco existe más que en su cabeza, pero en el cual la simbología imperante ahora sí parece destinada a funcionar como ajuste mental definitivo.

Este resulta el esquema de “Cabeza borradora”, si analizamos las funciones dramáticas del Hombre del Planeta y de la Chica del Radiador. Pensemos en aquel Henry agobiado por las obligaciones familiares y la paternidad no deseada, incapaz de comunicarse con el prójimo, prisionero de su hermético código gestual, confinado en su apartamento claustrofóbico y, sin embargo, enfermizamente acogedor. ¿Acaso no se puede contemplar la existencia del Hombre del Planeta como una creación de Henry destinada a evidenciar su deseo no consciente de romper con todo? Mitad demiurgo, mitad guía íntimo, ese Hombre del Planeta, deforme (¿perverso?) asfalta el camino de la obsesión de Henry respecto a la monstruosidad de su hijo. Aunque no hay que dejar de advertir lo neutro que resulta en todo momento el comportamiento del bebé, su pasividad, balidos nocturnos incluidos, nunca resulta más extraña que la de cualquier recién nacido normal.

Dicha obsesión alimentada, dirigida por ese maestro de ceremonias en la sombra que es el Hombre del Planeta dejará vía libre al protagonista para su egoísta catarsis asesina y posterior inmersión en el anhelado mundo de debajo del radiador (su Oz particular), donde la figura idealizada de turno, la cantarina y siempre sonriente Chica del Acné, lo comprende (siempre parece haberlo hecho), y lo acoge amorosamente, tras su horrible acto.

En “Terciopelo azul”, sin embargo, esta misma ruta psicológica adquiere trazo circular al concluir Jeffrey en una situación que incluso podríamos considerar una suerte de precuela de “Cabeza borradora”. Esto es, destinado (condenado) a permanecer junto a Sandy (¿una Mary X adolescente?) y a reproducir a partir de ahí, con banal carencia de drama, cuantos prosaicos traumas acosaban a Henry.

“Corazón salvaje”, por su parte, ilustra, al menos en un primer momento, cierta inyección de aire en todo este esquema narrativo enroscado en sí mismo. Así, la peripecia de Sailor y Lula resulta, por vez primera en una película personal de Lynch, un argumento que consigue respirar algo; un itinerario aparentemente exterior, "de carretera", si bien también aquí el esquema de fondo permanecerá, en último término, casi inalterado, con la confirmación de que nos hallamos, de nuevo, ante una huida sobre todo mental, en esta ocasión hacia un intuido, vislumbrado, pero siempre lejano mundo de Oz (la aparición final del Hada Buena aconsejando a Sailor explicita como pocas veces en su filmografía la naturaleza emblemática del relato).

La huída carreteril de la pareja consigue cumplir, por tanto, de forma física y ortodoxamente dramatizable, la función que en otros films suyos correspondía a esas escapatorias interiores hacia mundos propios, no representables desde un punto de vista objetivo. Y la persecución a que les somete Marietta, la madre-bruja de Lula, vendría a ser lo que en otras películas cumplen esas “verdades” del pasado o del presente que se pretenden ocultar a toda costa: la violación infantil de Lula y su posterior aborto, el incesto latente de Sailor con Marietta...

En cuanto a Bobby Perú no cuesta identificarlo como otro de esos característicos “personajes-cuña” lynchianos, cuya pavorosa escena de sexo sublimado verbalmente con Lula, cumple también esa función de desvanecimiento de la capa de ilusión creada por los protagonistas. En este caso, arrojando a la cara de Lula otra terrible realidad: su debilidad sexual, su oscura querencia a la dominación, su aceptación última de convertirse en humillante objeto pasivo de una satisfacción externa que revierte, con vergüenza y horror, en placer propio.
Por su parte, Sailor teme una cosa por encima de todas: la pérdida de su libertad y su individualidad (simbolizada por su chaqueta de piel de serpiente), lo mismo que perdía Henry a consecuencia de su unión con Mary X y, sobre todo, desde la llegada del bebé. Y también lo mismo que perderá Jeffrey Beaumont si prosperan sus lazos con esa ambigua aprendiz de mantis que es la -¿todavía?- pequeña y convencional Sandy). Libertad e individualidad, en suma, que Sailor perderá cuando sus espectros del pasado, confabulados alrededor del asesinato absurdo que presenciamos al comienzo del film, y vueltos a materializar para alcanzarle durante el fallido robo (y posterior masacre) orquestado por Bobby Perú, lo lleven a la cárcel, obligando a este adolescente rebelde ya un poco pasado de fecha a convertirse en un recluso más, a vestir como todos...

Perú sería, pues, algo así como la proyección negativa de esa serpiente interior (simbolizada en el propio origen y aspecto de su chaqueta) que tentará a Sailor empujándole hacia el abismo, sirviendo de válvula de escape a su otro demonio interior: el delito, la violencia, lo antisocial... Un abismo que debe superar para llegar al indeseable “otro lado”: el de la vida adulta responsable, en dónde caben mujer e hijos, pero nunca rock & roll y americanas de piel de serpiente.

Marietta y Bobby Perú resultan personajes paralelos, idénticos en sus funciones dramáticas respecto a Sailor y Lula: dos monstruos que sirven para enfrentar a ambos protagonistas con sus fantasmas internos, ejerciendo de pivotes oscuros, de tercer vértice desequilibrador, pero necesario, en sus relaciones, tal y como anteriormente resultaron ser también la apetecible (y atormentada) Vecina de Enfrente en “Cabeza borradora”, la atormentada (y apetecible) Dorothy Valens en “Terciopelo azul”, o ya en el colmo de la esquizofrenia, la doble mujer-símbolo morena-rubia Reneé-Alice, repleto saco de fantasmas femeninos (desde la óptica masculina, claro, de ahí su inevitable lectura misógina, tan lynchiana por otro lado) en “Carretera perdida”.

El pasaje previo a la conclusión de Corazón salvaje, con Lula acudiendo al encuentro de Sailor con su hijo, puede ser interpretado o bien como una vuelta al comienzo de “Cabeza borradora” o cómo una redefinición (hasta cierto punto positiva, madura, adulta... dudosa) de la idea de paternidad (¿Cuándo tuvo Lynch su segundo hijo? ¿Debemos suponer que las circunstancias de este nacimiento fueron más positivas que la primera ocasión?)."

El enigma del lugar -David Lynch 2-

El enigma del lugar  -David Lynch 2- Segunda entrega de mi libro inédito sobre David Lynch.

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“Te eché mucho de menos en el correccional. Pero la forma en que te funciona la cabeza sigue siendo un misterio para mí”. Sailor a Lula en “Corazón salvaje”.

Ya desde “Cabeza borradora”, en todas las películas “personales” de Lynch hallamos, de manera exacerbada pero también oscurecida por lo bizarro de su exposición, tanto:

A) Una galería de tipos, de personajes/instrumentos (sobre todo, El Hombre del Planeta y La Chica del Radiador, aunque, de hecho, habría que añadir también a La Chica de la Puerta de al Lado, y hasta a Mary X), cuya función en su obra de ahí en adelante siempre será, por un lado, de desestabilización y, por otro, de motor de ajuste psico-emocional para los protagonistas; como:

B) Una serie de constantes argumentales (el trauma primigenio, el desasosiego ligado a un sitio y una situación, la fuga hacia adentro, el estallido liberador, y, por último, la violenta resolución desarticuladora) que reaparecerán una y otra vez en la filmografía de Lynch.

Centrándonos en la más recurrente fauna lynchiana: ¿Podría ser el Hombre del Planeta para Henry lo mismo que el asesino Bob representa para Leland Palmer en “Twin Peaks”? ¿O equivalente al Hombre Misterioso de Fred Madison en “Carretera perdida”? Es decir, emanaciones psíquicas del personaje principal que, por un lado, asumen la culpabilidad de un hecho lacerante llevado a cabo por éste, y, por otro, actúan en sus mentes como señales de alarma de que “algo” no debería ser así, de que “algo” no funciona bien; sus apariciones no son sino luces de alarma (intermitencias rojas, aullidos estridentes...), síntomas, en definitiva.

Ahora bien, este desentrañamiento del significado y la función última de dichos personajes simbólicos nos devuelve a lo que podríamos llamar el Enigma del Lugar en la obra de Lynch, o cómo también apuntábamos al principio, la fijación de un punto de referencia válido para todo lo expuesto en cada una de sus películas; punto de referencia que, por muy ortodoxa que en apariencia resulte la narrativa de algunos de sus títulos (y si se mira con detenimiento, “Cabeza borradora” resulta, en realidad, uno de los más lineales), siempre se manifiesta verdaderamente elusivo. Y es que, los protagonistas de todos los films digamos personales de David Lynch (“Cabeza borradora”, “Terciopelo azul”, “Corazón salvaje”, “Fuego, camina conmigo” y “Carretera perdida”) habitan un lugar, una totalidad, un mundo que constituye su burbuja, un hábitat cerrado que los contiene y los aprisiona (aparentemente), aunque también, en cierto modo, los da sentido.

Por ejemplo, en “Cabeza borradora” parece claro que existe un planeta y que ese planeta contiene una zona industrial, y que allí dentro hay un edificio y que, en las entrañas del edificio, acabamos encontrando una habitación. Círculos concéntricos de agobio que acabarán fijando la acción en ese recinto que, no obstante, presentaría cualidades paradójicamente uterinas (esto es, acogedoras) siempre y cuando Henry consiguiese permanecer, por siempre jamás solo y tranquilo en él, sin sufrir hostiles invasiones externas (interprétese esto como simple irrupción de la vida real).

Siguiendo cronológicamente la filmografía de Lynch como autor total (es decir, dejando “El hombre elefante” y “Dune”, como obras quizá menos ilustrativas de sus constantes) hallamos, por ejemplo, que en “Terciopelo azul” ese recipiente narrativo resulta ser todo un pueblo, Lumberton, aunque desdoblado en dos realidades complementarias y excluyentes: la diurna y la nocturna; mientras que en “Carretera perdida”, auténtico compendio de todo su cine, volvemos durante su primer tercio al panorama ensimismado y autista de los pasajes más angustiosos de “Cabeza borradora” a través de la viciada vida del matrimonio Madison en su lóbrego domicilio, para, más tarde, tras la “fuga psicogénica” del protagonista, penetrar en un remedo sombrío, mortecino y urbano de “Terciopelo azul”, de la mano de un atribulado personaje adolescente (), a mitad de camino entre el Jeffrey de “Terciopelo azul” y el Sailor de “Corazón salvaje”, de nuevo acosado por las fuerzas del mal y tentado por una “femme fatale” (Patricia Arquette) arquetípica, repleta de secretos, problemas y ambigüedades.

Escrutar la forma en que Lynch maneja todas estas “personas narrativas” también resulta aleccionador siempre que no nos despeñemos por una espiral interpretativa demasiado autoalimentada. Veamos: “Cabeza borradora” podría ser contemplada como un película en primera persona, teniendo en cuenta aquel plano inicial de la cabeza de Henry flotando; “Terciopelo azul” tampoco sería descabellado considerarla como una película interiorizada por el protagonista, a partir, eso sí, del crucial plano simbólico en que el espectador penetra en la oreja seccionada. “Corazón salvaje”, por su parte, presenta de idéntica forma una hendidura clara en su exposición desde el momento en que Sailor y Lula llegan al pueblo de Big Tuna; hiato dramático donde parece estancarse si no el relato, sí su “movimiento”, dentro de ese motelucho en el cual, primero, Lula descubrirá su embarazo y, segundo, Sailor caerá en las redes criminales del infernal Bobby Perú (otro típico “personaje cuña” lynchiano, si bien, éste se encuentra emparentado con otra estirpe, la de los demonios tipo el Barón Arkonen, Frank, Mr. Eddy o el propio Killer Bob). El movimiento se interrumpe, por tanto, allí, en Big Tuna, y en particular en las tripas de ese desasosegante motel (pronto invadido por el hedor del vómito de Lula), donde ambos personajes afrontarán sus propios monstruos, proyeccciones de ellos mismos, encarnados de forma coincidente en la abyecta figura de Bobby Perú (¿Podría ser Big Tuna, por tanto, la cabeza de Sailor y Lula una vez extraviados de la ruta sobre baldosas amarillas que les estaba conduciendo al mundo de Oz?).

En cuanto al puzzle de “Carretera perdida” lo más sensato es dejarse llevar todo lo posible por la (ya de por sí escasa) literalidad de lo narrado y asumir la primera parte como fruto, en líneas generales, de una tercera persona narrativa, y la segunda como un primera persona del ya evadido psicogénicamente Fred Madison.

Según esta aproximación al corpus lynchiano, establecer el lugar donde transcurre cada film, resulta algo muy parecido a identificar (y, por tanto, desde ahí, empezar a entender) su voz narradora; es por ello que detectar el punto de vista esgrimido en cada caso puede resultar para el espectador una brújula adecuada para moverse por el paisaje narrativo desplegado, aunque de manera fragmentaria, en el mencionado quinteto de películas.

NOTA: Hay que añadir que esa identificación espacial del lugar en el que ocurre todo con el paisaje mental del protagonista es aplicable también al espectáculo teatral “Industrial Symphony Nº1”, donde todo el escenario no es sino el caótico interior de un corazón roto de amor (como avisa el subtítulo de la obra y la propia escena que lo abre en la cual Nicolas Cage y Laura Dern rompen por teléfono).

La cabeza de Henry -David Lynch 1-

La cabeza de Henry  -David Lynch 1- Hace seis años Manga Films me propuso escribir un libro sobre David Lynch para incluirlo en su colección, por entonces naciente, "Biblioteca de Cine". La cosa consistía en el lanzamiento de un edición subtitulada en VHS de una película especialmente remarcable de un autor, acompañada de un libro dedicado a dicho cineasta. Creo recordar que el primer título fue "Blow Out" de Brian de Palma, junto con un libro escrito por Jordi Batlle.

Yo me puse manos a la obra y, por desgracia, cuando el volumen se encontraba bastante avanzado Manga decidió cerrar la colección. Me quedé con uno de esos textos huérfanos que acaban cogiendo polvo en el ordenador, olvidándote tú mismo de su existencia.

Ayer, pensando en la función catártica de este "blog" se me ocurrió escribir "algo" sobre Lynch, hasta que recordé que en algún sitio debía de andar aquel "casi libro". He leído por encima los dos primeros capítulos y, proponiéndome no modificar casi nada (pura corrección gramatical), he decidido plantar aquí los fragmentos que piense que todavía tienen validez (aquello lo escribí cuando el último film de Lynch era "Carretera perdida").

Espero que no os parezca un leño.

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LA CABEZA DE HENRY

"Me gustan las películas que te conducen no a otro lugar, sino a un estado de ánimo determinado. Algo que aun no sabiendo explicar, siempre deseas volver a sentir". David Lynch en Film Comment (1990).


¿Dónde transcurre la acción de “Cabeza borradora”?

Es muy probable que de los muchos interrogantes que cualquier espectador del primer largometraje de David Lynch debe haberse planteado respecto a su contenido, éste sea uno de los que en menos ocasiones ha sido formulado en estudios y críticas. Después de todo, una vez inmerso en las entrañas de un film en apariencia tan plagado de abstracciones, lo habitual es que el analista, a la hora de establecer una localización real (el apartamento infernal de Henry, sobre todo; pero también su entorno industrial y el domicilio familiar de Mary X) pueda considerar ésta como una de las escasísimas concesiones a la ortodoxia por parte del autor

Hasta en las formas ficcionales más desarticuladas (grupo en el que, aunque parezca lo contrario, no se incluye precisamente la opera prima de Lynch) el lugar dónde ocurre la acción suele ser... eso, “el lugar dónde ocurre la acción”; una constante con la cual poquísimos autores, por mucho rupturismo que ambicionen, se permiten alegrías, reservando, en cambio, su dinamita narrativa para con frecuencia hacer añicos, por un lado, la variable tiempo (“¿En qué secuencia cronológica ocurrió lo que se me está mostrando?”) y, en el caso de los más audaces, hasta las propias concordancias causales del relato, esto es, sus últimos nudos lógicos (“¿Existe alguna relación causa-efecto entre estos acontecimientos que nos han sido expuestos de forma encadenada?”).

Con “Cabeza borradora”, David Lynch inauguró un modo (elusivo, caprichoso, falsamente obvio) de contemplar y manejar el escenario dramático en el cine; y esto, a la postre, ha permanecido como una de las claves menos aprensibles de su obra.

Sí, pero... ¿Dónde transcurre la acción de “Cabeza borradora”?

Un alto porcentaje de espectadores interrogados tras su primer visionado dirían, casi con seguridad, que dicho entorno reconocible no es sino el semidesértico mundo post-apocalíptico de naturaleza primitivamente industrial (humo, ruidosas y gigantescas factorías...) que alberga al personaje central: ese Henry Spencer desvalido y temeroso, cuyo domicilio, un minúsculo, asfixiante apartamento, se halla a su vez ubicado en un tétrico edificio, similar a un hotel abandonado. Esta resulta, no cabe duda, la localización que todos rememoramos inmediatamente de “Cabeza borradora”; evocación que tiende a dejar de lado una serie de planos, tan sugerentes como decisivos, colocados por Lynch al principio y al final del film, cuya función y “significado” (concepto éste que siempre despierta pavor en el propio cineasta) conviene explorar.

Para empezar, en el (a menudo olvidado) prólogo contemplamos una sucesión de planos de naturaleza, digamos, cósmica, en donde se nos muestra la inconfundible cabeza de Henry flotando horizontalmente con una especie de esfera planetaria superpuesta. A continuación nos acercamos a la esfera hasta atravesar su rugosa superficie y... Por fin, vemos a un hombre, cuyo rostro se encuentra desfigurado por espantosas quemaduras, sentado frente a una ventana en un entorno caótico, indefinido, agobiante. Algo semejante a un hilillo de materia orgánica culminado en una especie de cabeza (un bulbo raquídeo o un espermatozoide enorme hecho de carne o una médula espinal o...) que se superpone entonces sobre la imagen de Henry, saliendo de su boca, mientras su gesto se torna estupefacto.

El hombre quemado (muy explícitamente identificado en los títulos de crédito como Man in the Planet) acciona entonces un aparato imposible de identificar, compuesto por una serie de palancas. Como resultado de ello (“¿cómo resultado de ello?”) ese hilo orgánico cae en un charco o estanque lechoso, y cuando acompañamos su caída, hundiéndonos en dicho fluido, se hace la oscuridad. De pronto, surge un agujero de luz, que poco a poco crece hasta ocupar toda la pantalla y fundir definitivamente a blanco. A continuación, nos encontramos, por fin, con el protagonista (?) del relato, Henry Spencer, solo, plantado en un desolado entorno urbano, con su eterna expresión de extrañeza.

Inmediatamente, Henry se gira y se aleja caminando de forma singular hacia una peripecia de hora y media durante la cual él será nuestro único guía, el único anclaje lógico de la historia, el punto de vista a través del cual el público no tendrá más opción que descodificar lo que contempla.

Hora y media después, en el desenlace propiamente dicho, tras el asesinato del bebé monstruoso a manos del propio Henry (cortando sus vendajes-pañales con unas tijeras y provocando así su descomposición en una masa informe), esta realidad se desarticulará en un liberador estallido de furia sonora cuando ese planeta visto en el prólogo reviente desde dentro como si fuera un huevo, o un mero recipiente vacío. El Hombre del Planeta tratará en vano de accionar las palancas necesarias para que ese cataclismo se detenga (¿o no será él quien la está provocando con sus confusas acciones?), mientras el estridente sonido crece y crece, alcanzando un paroxismo místico en cuya cima La Chica del Radiador y Henry acaban amorosamente enlazados, envueltos por un nuevo flash de luz blanca. Luego, todo se detiene de forma súbita, beatífica; sonido e imagen se cortan... y comienzan a aparecer los créditos.

¿Se supone que Henry ha alcanzado por fin un estado de plenitud (muerto), una vez seccionado el cordón umbilical que le retenía en una realidad opresiva (su hijo)? ¿Forma ahora parte de un mundo idealizado, compartido con un alma gemela (La Chica del Radiador) prefabricada por su propia mente y a la medida de su anhelada felicidad? ¿Ha llegado Henry al “cielo”? Podríamos concluir que sí, o al menos a lo más parecido a ello que pudo encontrar dentro de su cabeza (¿O dentro de la del Hombre del Planeta?).

Entonces... ¿dónde ha transcurrido la acción de “Cabeza borradora”? O dicho de otra forma: ¿En qué parcela escenográfica podríamos asentarnos si tuviésemos intención de levantar un edificio interpretativo estable y válido no sólo para este film sino para el resto de la trayectoria del cineasta? Las opciones siguen estando ahí:

¿En la cabeza del Hombre del Planeta? (o figuras similares)

¿En la cabeza de Henry? (o en la de posteriores “protagonistas” como Jeffrey Beaumont, Sailor y/o Lula, Leland Palmer, Fred Madison...).

¿En la cabeza de... “quién”?

(CONTINUARÁ)