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Fugitivos del Yo -David Lynch 3-

Fugitivos del Yo -David Lynch 3- Cuando creas que algo no va bien, recuerda lo que Pancho le dijo a Cisco kid: "Larguémonos antes de bailar en la cuerda floja y sin música”. Sailor a su hijo en “Corazón Salvaje”.

Todos los films de Lynch sobre los cuales ha tenido absoluto control ilustran una misma situación dramática, resuelta, además, de manera casi idéntica: La construcción por parte del protagonista de una quimera habitada por determinadas figuras simbólicas, en cuyo seno éste consigue diluir en principio las consecuencias psicológicas y emocionales de algo demasido horrible para ser aceptado de forma consciente. No obstante, de manera inevitable, eso tan horrible irá poco a poco comiendo terreno a la sublimación autodefensiva del trauma, a toda esa labor teórica de creación de máscaras internas, para terminar finalmente saliendo a la luz, explotando a veces de forma violenta, hecho casi siempre acompañado de un último acto redentor: la fuga interior del protagonista hacia un segundo estrato de conciencia, otro mundo de placidez sincrética que tampoco existe más que en su cabeza, pero en el cual la simbología imperante ahora sí parece destinada a funcionar como ajuste mental definitivo.

Este resulta el esquema de “Cabeza borradora”, si analizamos las funciones dramáticas del Hombre del Planeta y de la Chica del Radiador. Pensemos en aquel Henry agobiado por las obligaciones familiares y la paternidad no deseada, incapaz de comunicarse con el prójimo, prisionero de su hermético código gestual, confinado en su apartamento claustrofóbico y, sin embargo, enfermizamente acogedor. ¿Acaso no se puede contemplar la existencia del Hombre del Planeta como una creación de Henry destinada a evidenciar su deseo no consciente de romper con todo? Mitad demiurgo, mitad guía íntimo, ese Hombre del Planeta, deforme (¿perverso?) asfalta el camino de la obsesión de Henry respecto a la monstruosidad de su hijo. Aunque no hay que dejar de advertir lo neutro que resulta en todo momento el comportamiento del bebé, su pasividad, balidos nocturnos incluidos, nunca resulta más extraña que la de cualquier recién nacido normal.

Dicha obsesión alimentada, dirigida por ese maestro de ceremonias en la sombra que es el Hombre del Planeta dejará vía libre al protagonista para su egoísta catarsis asesina y posterior inmersión en el anhelado mundo de debajo del radiador (su Oz particular), donde la figura idealizada de turno, la cantarina y siempre sonriente Chica del Acné, lo comprende (siempre parece haberlo hecho), y lo acoge amorosamente, tras su horrible acto.

En “Terciopelo azul”, sin embargo, esta misma ruta psicológica adquiere trazo circular al concluir Jeffrey en una situación que incluso podríamos considerar una suerte de precuela de “Cabeza borradora”. Esto es, destinado (condenado) a permanecer junto a Sandy (¿una Mary X adolescente?) y a reproducir a partir de ahí, con banal carencia de drama, cuantos prosaicos traumas acosaban a Henry.

“Corazón salvaje”, por su parte, ilustra, al menos en un primer momento, cierta inyección de aire en todo este esquema narrativo enroscado en sí mismo. Así, la peripecia de Sailor y Lula resulta, por vez primera en una película personal de Lynch, un argumento que consigue respirar algo; un itinerario aparentemente exterior, "de carretera", si bien también aquí el esquema de fondo permanecerá, en último término, casi inalterado, con la confirmación de que nos hallamos, de nuevo, ante una huida sobre todo mental, en esta ocasión hacia un intuido, vislumbrado, pero siempre lejano mundo de Oz (la aparición final del Hada Buena aconsejando a Sailor explicita como pocas veces en su filmografía la naturaleza emblemática del relato).

La huída carreteril de la pareja consigue cumplir, por tanto, de forma física y ortodoxamente dramatizable, la función que en otros films suyos correspondía a esas escapatorias interiores hacia mundos propios, no representables desde un punto de vista objetivo. Y la persecución a que les somete Marietta, la madre-bruja de Lula, vendría a ser lo que en otras películas cumplen esas “verdades” del pasado o del presente que se pretenden ocultar a toda costa: la violación infantil de Lula y su posterior aborto, el incesto latente de Sailor con Marietta...

En cuanto a Bobby Perú no cuesta identificarlo como otro de esos característicos “personajes-cuña” lynchianos, cuya pavorosa escena de sexo sublimado verbalmente con Lula, cumple también esa función de desvanecimiento de la capa de ilusión creada por los protagonistas. En este caso, arrojando a la cara de Lula otra terrible realidad: su debilidad sexual, su oscura querencia a la dominación, su aceptación última de convertirse en humillante objeto pasivo de una satisfacción externa que revierte, con vergüenza y horror, en placer propio.
Por su parte, Sailor teme una cosa por encima de todas: la pérdida de su libertad y su individualidad (simbolizada por su chaqueta de piel de serpiente), lo mismo que perdía Henry a consecuencia de su unión con Mary X y, sobre todo, desde la llegada del bebé. Y también lo mismo que perderá Jeffrey Beaumont si prosperan sus lazos con esa ambigua aprendiz de mantis que es la -¿todavía?- pequeña y convencional Sandy). Libertad e individualidad, en suma, que Sailor perderá cuando sus espectros del pasado, confabulados alrededor del asesinato absurdo que presenciamos al comienzo del film, y vueltos a materializar para alcanzarle durante el fallido robo (y posterior masacre) orquestado por Bobby Perú, lo lleven a la cárcel, obligando a este adolescente rebelde ya un poco pasado de fecha a convertirse en un recluso más, a vestir como todos...

Perú sería, pues, algo así como la proyección negativa de esa serpiente interior (simbolizada en el propio origen y aspecto de su chaqueta) que tentará a Sailor empujándole hacia el abismo, sirviendo de válvula de escape a su otro demonio interior: el delito, la violencia, lo antisocial... Un abismo que debe superar para llegar al indeseable “otro lado”: el de la vida adulta responsable, en dónde caben mujer e hijos, pero nunca rock & roll y americanas de piel de serpiente.

Marietta y Bobby Perú resultan personajes paralelos, idénticos en sus funciones dramáticas respecto a Sailor y Lula: dos monstruos que sirven para enfrentar a ambos protagonistas con sus fantasmas internos, ejerciendo de pivotes oscuros, de tercer vértice desequilibrador, pero necesario, en sus relaciones, tal y como anteriormente resultaron ser también la apetecible (y atormentada) Vecina de Enfrente en “Cabeza borradora”, la atormentada (y apetecible) Dorothy Valens en “Terciopelo azul”, o ya en el colmo de la esquizofrenia, la doble mujer-símbolo morena-rubia Reneé-Alice, repleto saco de fantasmas femeninos (desde la óptica masculina, claro, de ahí su inevitable lectura misógina, tan lynchiana por otro lado) en “Carretera perdida”.

El pasaje previo a la conclusión de Corazón salvaje, con Lula acudiendo al encuentro de Sailor con su hijo, puede ser interpretado o bien como una vuelta al comienzo de “Cabeza borradora” o cómo una redefinición (hasta cierto punto positiva, madura, adulta... dudosa) de la idea de paternidad (¿Cuándo tuvo Lynch su segundo hijo? ¿Debemos suponer que las circunstancias de este nacimiento fueron más positivas que la primera ocasión?)."

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