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Las edades del hombre -David Lynch 6-

Las edades del hombre -David Lynch 6- ¿Se podría establecer algo parecido a una cronología lynchiana total a través de los argumentos de sus películas? Intentemos mediante un caprichoso ejercicio de malabarismo, abstracción y, sí, adulteramiento narrativo, considerar a los sucesivos protagonistas de su obra como distintas expresiones de una misma figura dramática (un alter ego lynchiano, en estado arcilloso, su “Campeón Eterno” citando a Michael Moorcock).

Por ejemplo, imaginemos que el Jeffrey Beaumont de Terciopelo azul fuese ese supuesto Alter Lynch en edad postadolescente, un muchacho que añora algo de variedad, de excitación en su corta pero ya mortalmente vulgar vida. Natural de Lumberton, un aparentemente idílico pueblo norteamericano, pero instalado desde hace poco en la ciudad, con objeto de cursar estudios universitarios, Jeffrey vuelve a su localidad natal, tras el accidente que afecta a su padre y le deja en un estado semicatatónico.

Una vez reinstalado allí, Jeffrey descubrirá (¿topándose con ella o bien inventándosela?) una forma de evadirse, de trascender esa insoportable futilidad, mediante un bizarro, cuasiminimalista caso detectivesco alrededor de a una hembra nocturna, mitad “femme fatale”, mitad madre y esposa desesperada por los secuestros de su marido e hijo. En dicha trama “noir” se sumergirá el muchacho con ambigua candidez, junto a una amiga adolescente, su compañera en este viaje iniciático hacia el lado oscuro de su localidad, de claras resonancias órficas. Tal itinerario es, como todo viaje iniciático, un recorrido interior, que obliga a Jeffrey a deslizarse hacia las partes más sombrías y difíciles de aceptar de su personalidad, y que encuentra su lógico acomodo en ese Lumberton nocturno donde monstruos (¿del “Id” de Jeffrey?) como Frank Booth, Ben o el Hombre de Amarillo muestran al muchacho lo que hay más allá de la anodina, ideal existencia real.

Al final, dicha incursión en lo atroz, con Dorothy Valens como tentación catalizadora, y Frank como abismal cicerone, tendrá un final cuya posible lectura inmediata es la de la autorrenuncia, de marcha atrás por parte de Jeffrey, quien tras avistar el abismo y tambalearse en su mismo borde, logrará retroceder unos pasos para seguir con su vida diurna, junto a su familia y una recién conquistada (e inofensiva) Sandy. Un horizonte de felicidad monolítica que no puede dejar de parecernos castrador, asfixiante e incluso carente de sentido tras la zambullida en el deforme pero embriagadoramente excitante horror de la noche, repleto de peligros pero también de emociones. Bajo esta luz, Jeffrey quizás sería no tanto un Orfeo (o un Edipo) sino una suerte de Ulises adolescente que pese a sentirse puntualmente tentado por el canto de las sirenas monstruosas, regresa en último término a su Ítaca particular, aburrida pero segura, con su Penélope de rosa y calcetines blancos.
Ahí dejamos a Jeffrey Lynch tras el final de “Terciopelo azul”, consciente de que bajo el velo que otorga a la realidad un color pastel, aguarda el espanto, la cara oscura de su pueblo, de sus habitantes, de la vida. Un horror capaz de asomar a la superficie durante el día sólo mediante pequeñas señales, como esos insectos que se agitan en el césped o ese bicho que es devorado por el hermoso jilguero.

Imaginemos que en tres o cuatro años, ese adolescente tímido y de maneras robóticas, de camisas abotonadas hasta el cuello y gesto adusto, sufre una mutación radical (de algo habrá servido su anterior incursión en el infierno) y se transfigura en una suerte de macarra arquetípico, de americana de piel de serpiente, botas camperas y gafas negras. Supongamos que la dulce Sandy, también cambia de la mano de su príncipe (¿de terciopelo?) azul y llega a los veinte años convertida en un conejita saltarina. Algo oculto y turbio sucede en casa de la chica (recordemos lo extraño del comportamiento de sus padres en “Terciopelo azul”), que culmina en la muerte del padre de Sandy (ya un poco Lula) en un incendio. A continuación, Sailor y Lula huirán del maligno dominio de la madre de esta última, enfrentándose al Mal en un pueblo perdido, donde el chico caerá en la violencia, lo que le valdrá unos años de reclusión, tras los cuales, él, Lula y su hijo formarán una familia con todas las trazas de convertirse en... estable; cosa que la bruja-madre Marietta no tendrá más remedio que aceptar definitivamente.

Sigue discurriendo el tiempo. Sailor y Lula se van a vivir juntos a la ciudad y su historia experimenta un frenazo radical. Él cuelga la chaqueta de piel de serpiente y se coloca un traje gris e impersonal que encaja a la perfección con su nueva (e inmóvil) vida a juego. Su peinado comienza a hacerse extraño, su verborréica y adolescente capacidad para expresar sus sentimientos de forma torrencial da paso a una expresividad gutural, sintética, casi autista... muy de mediana edad. Sailor se llama ahora Henry y cada vez está más perplejo ante la existencia a que se ha visto abocado, inmerso en un opresivo entorno urbano cuya lógica se encuentra muy lejos de entender. Pronto empezará a contemplar a su hijo como a un monstruo culpable de la limitación de su libertad, de sus posibilidades de expresión personal.

La situación en el apartamento conyugal se hace irrespirable y Lula/Mary X acaba por abandonar el hogar, dejando a Henry sólo con su hijo, cada vez más obsesionado y harto de su presencia, cada vez más cerca de emprender un acto irracional contra él, que, de ser materializado, marcará su vida (y su estado mental) para siempre.

En este punto, la videoaventura interactiva de este héroe lynchiano universal, enfila su arborescente punto y final ofreciendo varios caminos posibles, todos ellos sin vuelta atrás. En el primero, Henry acaba con su hijo y se despeña por un abismo mental sin posibilidad de retorno.

En otra posible ruta, Henry acaba adaptándose, progresa profesionalmente y se convierte en el pilar de ese hogar. Su nuevo nombre es Leland y lo reencontramos de vuelto a su pequeña e idílica localidad natal, una población maderera que en lugar de Lumberton ahora se llama Twin Peaks. El hijo que a ojos de Henry/Leland fue una pequeña criatura de pesadilla, crece hasta convertirse en una preciosa adolescente que, para horror de su padre, empieza a despertar sus más turbios deseos. Por supuesto, se llama Laura.

La tentación incestuosa comienza a hacer estragos en Leland, hasta el punto de necesitar fabricarse un “alter ego” (otro) capaz de materializar este deseo inaceptable. Bob, dique de contención psíquico de la culpa autodestructiva de Leland, servirá para que éste dé rienda suelta a sus instintos, hasta que éstos acaben por ser tan destructivos que acaben aniquilando a su propia hija.

Por último, en un tercer camino paralelo hallamos otro Henry alternativo: Fred Madison, un hombre casado y sin hijos (¿su hijo ha muerto y su mujer ha vuelto a casa o estamos, quizás, ante un segundo o tercer matrimonio?). Fred parece liberado de todas las cargas que, en vidas anteriores, parecían encarnadas en su hijo, y ha podido entregarse, por fin, a sus instintos artísticos, convirtiéndose en músico. No obstante, lo que podía ser una existencia apacible y acomodada junto a su atractiva esposa, es, en realidad, una pesadilla autocontenida por culpa de los celos que le carcomen y que salpican la convivencia de obsesiva desconfianza.

1 comentario

Fernando Zamora -

Estamos con unos amigos haciendo una especie de \"baile de máscaras\" cibernético. Ojalá quieras darte una vuelta. Buscando la identidad de uno de ellos, encontré, descuidadamente, tu página. Me gusta mucho más que el cine de Lynch que a mí me produce un ligero dolor de cabeza. Espero que esta pequeña falta de mi parte no te impida dejarnos un comentario.