Un placer culpable
Supongo que estaréis de acuerdo conmigo en que ensalzar, hacer apología de los peliculones inapelables, esas obras incuestionablemente sólidas-emotivas-inteligentes que hasta el frutero (¿por qué tiendo a usar siempre al frutero en mis ejemplos?) asocia con el cine bueno-bueno... pues tiene más bien poca gracia. Desmarcarse, en cambio, defendiendo una rareza, un capricho fílmico poco reconocido, primero, da más gustito desde el punto de vista del proselitismo, y, segundo, te permite ubicarte en esa situación de exhibicionismo "friki", tan cara a los fetichistas del placer (cultural) culpable.
En su inolvidable librito ilustrado The Gashlycrumb Tinies (incluido en la antología Amphigorey, publicada aquí por Valdemar), el impar Edward Gorey planteó veintiséis posibles muertes, una por cada letra del Abecedario y a cual más alambicada y cruel, sufridas por idéntico número de infantes lánguidos, adorables... y decididamente exterminables desde su pluscuamperfecta candidez. Variante pop corn de aquella cumbre del humor macabro, tamizada por un sacacuartos tipo William Castle, Destino final 2 se configura, de forma aun más obvia que la entrega original, como un mero ejercicio narrativo con la aniquilación como placentero y casi único objetivo; la muerte reivindicada como atracción de feria, el asesinato como ingrediente de una (la séptima, claro) de las Bellas Artes.
Inofensivo divertimento que contaría, seguro, con la complicidad de un Charles Addams, y que, en algunas de sus más ingeniosas y hemoglobínicas set pieces, se diría diseñada por el mismísimo Profesor Franz de Copenhagüe (sí, el de Los inventos del T.B.O), esta gamberradilla truculenta me provoca dos reflexiones laterales: 1 ) que tal vez vivimos tiempos pre-apocalípticos cuando, tras décadas de enviar heraldos enmascarados, ahora es la mismísima e invisible parca quien triunfa con su propia franquicia slasher; y... 2) que sigue siendo un gustazo terapéutico ver morir jovencitos de forma original en la pantalla. Y es que para sufrir ya tenemos los telediarios.
LO MEJOR: Su desverguenza gore y algún destello de perversión.
LO PEOR: La nulidad de sus personajes-picadillo.
PARA: Amantes de las fantasías crueles.
En su inolvidable librito ilustrado The Gashlycrumb Tinies (incluido en la antología Amphigorey, publicada aquí por Valdemar), el impar Edward Gorey planteó veintiséis posibles muertes, una por cada letra del Abecedario y a cual más alambicada y cruel, sufridas por idéntico número de infantes lánguidos, adorables... y decididamente exterminables desde su pluscuamperfecta candidez. Variante pop corn de aquella cumbre del humor macabro, tamizada por un sacacuartos tipo William Castle, Destino final 2 se configura, de forma aun más obvia que la entrega original, como un mero ejercicio narrativo con la aniquilación como placentero y casi único objetivo; la muerte reivindicada como atracción de feria, el asesinato como ingrediente de una (la séptima, claro) de las Bellas Artes.
Inofensivo divertimento que contaría, seguro, con la complicidad de un Charles Addams, y que, en algunas de sus más ingeniosas y hemoglobínicas set pieces, se diría diseñada por el mismísimo Profesor Franz de Copenhagüe (sí, el de Los inventos del T.B.O), esta gamberradilla truculenta me provoca dos reflexiones laterales: 1 ) que tal vez vivimos tiempos pre-apocalípticos cuando, tras décadas de enviar heraldos enmascarados, ahora es la mismísima e invisible parca quien triunfa con su propia franquicia slasher; y... 2) que sigue siendo un gustazo terapéutico ver morir jovencitos de forma original en la pantalla. Y es que para sufrir ya tenemos los telediarios.
LO MEJOR: Su desverguenza gore y algún destello de perversión.
LO PEOR: La nulidad de sus personajes-picadillo.
PARA: Amantes de las fantasías crueles.
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