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UN TOQUE DE AZUFRE Image Hosted by ImageShack.us

“Mis raíces están en la República de Weimar”, dice Ute Lemper. Su voz, amable, cálida, tiene poco que ver con su personaje. Con ese hilo de agua helada recorriendo la espalda con interminable lentitud que remeda al acercarse a un texto de Brecht o, más cerca, de Nick Cave o Elvis Costello. Con esa hoja de cuchillo que parece deslizar contra la piel cada vez que canta a Brel. La cantante cultiva la perfección, el control absoluto de cada matiz, de cada movimiento, la posibilidad de pasar, en cuestión de décimas de segundo, de la expresión de la más absoluta entrega amorosa a la ira o al desprecio. Esas son las armas con las que esta alemana de 41 años construye cada canción. Y cuando habla de ese período de la historia alemana que transcurrió entre el final de la Primera Guerra, en 1918, y las elecciones para canciller que Adolf Hitler ganó por abrumadora mayoría en 1933, está hablando de “un momento de una ambigüedad genial, de una democracia y un clima cultural en que reinaba lo satírico, en que todo era excitante; una época de liberación sexual; una época en la que comenzó, además, la emancipación de la mujer”.
Nacida en Münster el 4 de julio de 1963, los partidarios de las teorías hereditarias podrían encontrar fácilmente una respuesta a las particularidades de su estilo en la genealogía: un padre banquero (el cálculo extremo, la especulación) y una madre cantante de ópera (el drama, el lirismo, la desmesura). Su manera de entender el cabaret está en las antípodas de Marianne Faithful y sus raíces deben buscarse mucho más por el lado de Marlene Dietrich que por el de Lotte Lenya –que fue mujer de Kurt Weill–. Sin embargo, como antes ella, Lemper ha llegado a imponerse como la voz más característica del género. Y, lo que resulta más interesante, ha ampliado los límites hasta compositores contemporáneos como Michael Nyman o, más cerca del pop, Tom Waits, Elvis Costello o el grupo Divine Comedy. Se mueve con igual soltura en el repertorio francés (Kosma, las canciones que cantaba Piaf), el alemán (Dietrich, por supuesto) o la comedia musical norteamericana (Sondheim y, claro, las obras con las que se hizo famosa: Cabaret, Cats y Chicago, en las puestas de Londres y Broadway).
Ute Lemper, que ya estuvo en Buenos Aires en 2000, vuelve ahora para actuar los próximos viernes 27 y sábado 28 en el Teatro Coliseo. El grupo que la acompaña está conformado por Gregory Jones en bajo, Todd Turkisher en batería, Mark Lambert en guitarra y el notable pianista Vana Gierig. Y la cantante, en una conversación telefónica con Página/12, cuenta que su idea del cabaret se constituye, además de en el Berlín de los años ’20, en la París de los ’50: “Me gustan esas poesías políticas y provocativas. Hay allí una estética realista y descarnada que me interesa. Es el mundo de la filosofía existencialista y de canciones de una rara contundencia. El resto de mi repertorio tiene que ver con lo que yo creo que es la continuación actual de ese mundo poético: mis propias canciones, las de Weill o las de Piazzolla, que son mi descubrimiento más reciente”.
Pintora en sus ratos libres (montó exposiciones en París y Hamburgo) y escritora (tiene un libro terminado y es frecuente colaboradora de las publicaciones Libération, Die Welt y The Guardian, Ute Lemper fue descubierta en 1983 por Andrew Lloyd-Webber, quien la llamó para formar parte de la producción vienesa de Cats. Dos años después fue la protagonista de Peter Pan y formó parte de un espectáculo sobre Weill. En 1986 conoció a Jérôme Savary en el Stadtheater de Stuttgart y éste la llamó para el papel de Sally Bowles en la versión teatral de Cabaret, de Bob Fosse. Con ese espectáculo se presentó en Lyon, París, Düsseldorf y Roma. Las funciones en el Théâtre Mogador de París le valieron el codiciado premio Molière. En 1987, Lemper actuó y cantó en un show basado en la vida y el repertorio de Weill que se presentó en Nueva York y, con ese espectáculo, realizó su primera gira mundial: el Piccolo Teatro de Milán, el Berliner Ensemble, Tokio, Hong Kong, el Alice Tully Hall de Nueva York, el Bouffes du Nord de París, el Festival de Jerusalén, el Almeida Theatre, el Royal Festival Hall de Londres y el Poliorama de Barcelona. Mientras tanto, actuaba como María Antonieta en el film L’Autrichienne de Pierre Granier-Deferre, como Ceres en Prospero’s Books de Peter Greenaway (donde también cantó algunas de las canciones compuestas por Michael Nyman) y como Alberta en Prêt à Porter de Robert Altman (donde desfilaba por una pasarela, desnuda y embarazada).
Apariciones en Bogus de Norman Jewison y en la serie televisiva Tales from the Crypt, la obra Le Mort Subit que Maurice Béjart coreografió para ella, y la participación en un espectáculo de Pina Bausch son apenas algunos de los interludios de una carrera musical impactante. “Elijo letras realistas”, define. “No necesariamente oscuras pero, con certeza, alejadas de una visión romántica o dulzona. Las historias que me gusta cantar son las historias de gente normal, no las de los héroes. Mis personajes son los hombres y mujeres que sobreviven todos los días, en un mundo en el que existe la homosexualidad y existen las discriminaciones, en que existen los abusos y los problemas con la minoridad. Allí no cabe una mirada que romantice. El romanticismo es escapista.”
–Su manera de interpretar una canción es claramente teatral. ¿Influye en ello su formación o el hecho de haber trabajado junto a grandes directores de escena?
–Tal vez tenga que ver con una idea que era central en los seminarios de Max Reinhardt y que tiene que ver con contar una historia desde adentro. Con que el drama es siempre interior. Pero la carrera de un intérprete es como un largo viaje. Uno tiene su propia evolución, aprende cuando escucha y, a través de los años, va eligiendo lo que le gusta y lo que no de eso que ha escuchado.
–Usted está entre los pocos intérpretes que, cuando cantan a Piazzolla, no caen en la tentación de imitar las versiones originales. ¿Cuál es su aproximación a esos materiales?
–Obviamente no soy una cantante de tango pero, en el otro plato de la balanza, hay que considerar que Piazzolla era un autor muy europeo. Es más, muy alemán. Los tangos de Piazzolla tienen algo de los tangos de Weill. Pero muestran una apertura a influencias muy diversas que hace que la música de Piazzolla sea un mundo fascinante. En esa música hay una cierta cualidad de violencia que amo.
–Alguna vez usted habló de que la unía a Alemania una relación de amor y odio simultáneos. ¿Aún es así?
–Viví 18 años en Alemania, luego en Austria, París, Londres y, actualmente, en Nueva York. Mi tiempo en Alemania fue el de la niñez y la adolescencia. Era un país signado por la posguerra, productivo en lo económico pero, en el resto, paralizado. Había demasiadas preguntas que no tenían respuesta, empezando por la que uno le podía hacer a cualquiera por la calle, a la maestra de la escuela o al portero de la casa. ¿Dónde estaba hace veinte años? ¿Qué hizo en la guerra? Esas preguntas todavía no tienen respuesta. El nazismo y el racismo son allí fantasmas permanentes y aparecen junto a una mentalidad muy provinciana, muy católica y cerrada. Ahora, después de la reunificación, todo es más multicultural, más moderno, un poco más tolerable, diría.
–Muchas de sus canciones están atravesadas por la política. ¿Cuál es, en su opinión, la relación entre arte, sociedad y política?
–No una relación mecánica, desde ya. No lo pienso tampoco desde una posición partidista sino como algo que tiene más que ver con una postura humanista. Una canción de amor siempre estará bien pero, para mí, debe hablar de algo más. Debe reflejar la vida y la vida refleja la sociedad.

Entre las canciones del repertorio del cabaret berlinés de la República de Weimar, hay una que Ute Lemper admira en especial. Allí el personaje es el Barón de Münchaussen, un famoso mentiroso. Y por supuesto, toda la canción se resignifica al saber quién es el que dice lo que dice. El compositor de la canción es Friedrich Hollaender –que después fue conocido en Hollywood como Frederick Hollander– y lo que canta el famoso Barón es lo siguiente:

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La carrera discográfica de Ute Lemper comenzó ligada a la obra de Kurt Weill. A pesar de la oposición de los herederos del compositor, que manejan la Fundación Weill y protestaron porque el registro de Lemper no era exactamente el de Lotte Lenya (que había sido la mujer de Weill y quien realizó las primeras grabaciones de la mayoría de sus obras), obligando a transportar algunas de sus partes, sus registros de las dos grandes obras del período junto a Bertolt Brecht –La ópera de tres centavos y Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny– marcan un standard en la interpretación moderna del repertorio. Ilussions, donde Lemper explora el repertorio asociado a Marlene Dietrich y a Edith Piaf, es uno de sus mejores álbumes, al igual que City of Strangers, con canciones de Sondheim, Kosma y Hanns Eisler entre otros. La edición nuclear de su carrera es el extraordinario Berlin Cabaret Songs, con repertorio de la época de la República de Weimar (canciones de Hollaender, Spoliansky, Nelson y Goldschmidtt) y acompañamientos a cargo del Matrix Ensemble, que dirige Robert Ziegler, que reconstruyen los de los cabarets de la época. Sus dos últimos CDs recorren canciones de lo que ella misma describe como cabaret actual: Nick Cave, Elvis Costello, Tom Waits, Neil Hannon en Punnishing Kiss; la propia Lemper debutando como autora, Piazzolla, Brel, Weill, Heymann y Eisler en But One Day.

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Cultiva un estilo diametralmente opuesto al de Marianne Faithful. Su aproximación al mundo del cabaret alemán de principios del siglo XX aparece cargada de una perversidad que su aire de fingida frialdad sólo aumenta. Heredera de Marlene Dietrich y voz oficial de Kurt Weill, en sus últimos discos decidió incluir música de compositores como Nick Cave, Tom Waits y Elvis Costello. Además, es pintora, bailarina, actriz y escritora. Antes de su debut en Buenos Aires, el próximo miércoles 18, Ute Lemper habló con Radar de todo esto y un poco más.

La voz es extrañamente suave. Melodiosa en el sentido más tradicional (y posiblemente más alejado de su propio estilo) que pueda imaginarse. Ute Lemper habla por teléfono desde Nueva York. Si la imagen que construye, en particular con el último álbum, Punishing Kiss, es la de una perfecta frialdad –o fría perfección, vaya a saberse–, su manera de hablar parece tener poco que ver con lo que en el escenario puede intuirse acerca de ella. La poesía oscura de Nick Cave, Elvis Costello o Tom Waits (los autores a los que dedica esa última grabación), la vestimenta de cuero negro y esos movimientos precisos como los cuchillos de un lanzador circense establecen una zona de tensión inevitable con esa mujer que cuenta la famosa escena de Prêt á Porter, de Robert Altman, en que desfilaba por una pasarela, embarazada y desnuda. “Lo peor eran los zapatos. Ya estaba embarazada de siete meses, tenía los pies hinchadísimos y tenía que desfilar con unos zapatos con los que era casi imposible caminar. Todo el tiempo pensaba que iba a caerme para adelante, que entre el peso del vientre y esos zapatos no iba a poder mantener el equilibrio”, relata.
Nacida en Münster en 1963, hija de una cantante de ópera y de un empleado bancario, Ute Lemper empezó a estudiar danza y piano a los nueve años. Luego vino el Seminario Max Reinhardt de Viena, perfeccionamiento en Salzburgo, Colonia y Berlín y, a los 19 años, el descubrimiento por parte de Andrew Lloyd Webber, que la llamó para formar parte de la producción vienesa de Cats. En 1984, Jérôme Savary la conoció en el Stadtheater de Stuttgart y le propuso un papel que resultaría premonitorio: Sally Bowles en la versión teatral de Cabaret, de Bob Fosse. El espectáculo se presentó en París, Lyon, Düsseldorf y Roma y, con él, Lemper ganó el codiciado Premio Molière como mejor actriz del año. El cabaret, el repertorio ligado al Berlín de la República de Weimar, incluyendo las canciones y óperas de Kurt Weill y, en particular, la figura de Marlene Dietrich, serían esenciales para el perfil que Lemper se construyó a sí misma. El próximo miércoles 18 actuará por primera vez en Buenos Aires. El concierto, en el teatro Gran Rex, contará con Bruno Fontaine como pianista y director musical (tal como en los discos City of Strangers e Illusions) y, junto a él, el bajista Dan Cooper y el baterista Todd Turkisher. El repertorio dará vueltas alrededor del Berlín y el París de las décadas de 1920 y 1930, de la bohemia existencialista de los años 50, de los nuevos compositores a los que Lemper recurre, de sus propias canciones (“si me animo”) y, por detrás, como una sombra siempre presente, el espíritu de eso vagamente definible pero claramente identificable con el cabaret.
“El cabaret era, en su origen, simplemente un lugar –explica Ute Lemper–. Ahora designa mucho más que eso. No es que se trate de un género, con características precisas. No hay un tipo de canciones en especial a las que pueda caracterizarse como canciones de cabaret. Pero sí hay algunos rasgos comunes, que tienen que ver con ese origen nocturno, casi prohibido, con la caída de valores morales, con el derrumbe de una idea acerca del mundo que tuvo lugar en los años 20 y 30 y con las posteriores persecuciones políticas. La música de cabaret es irónica, las letras son crueles, sardónicas, satíricas, muchas veces llenas de explicitaciones sexuales, en ocasiones decadentes. Pero no es una clase de canciones que se agote allí. Yo creo que actualmente hay artistas que desarrollan esa línea. Las canciones de Punishing Kiss, en ese sentido, son como modernas canciones de cabaret. No porque vayan a ser cantadas en un lugar de ese tipo sino porque el espíritu de las letras, esa intención de hablar del mundo desde lugares no convencionales, de formas provocativas, está allí.”
En las biografías se lee acerca de los aprendizajes de un artista y, de golpe, alguien lo descubre y llega la fama. ¿Cómo fue en realidad esetránsito para usted? ¿Cuándo dejó de sentirse la joven estudiante y empezó a considerarse una artista profesional?
–Lo que sucede es que ese tránsito es como el paso del río al mar. Hay un momento en que con certeza se trata de agua de río. Hay otro en que el agua es sin duda agua de mar. Pero, ¿quién puede decir exactamente en qué momento dejó de ser uno para convertirse en el otro? El recuerdo que tengo es el de tener muchísimo trabajo. Vivía estudiando, tratando de perfeccionar cosas, buscando papeles. Y nada fue de golpe. Los papeles en Cats y después en Peter Pan no eran como para que una se hiciera famosa. El cambio vino con Cabaret. Ahí era la protagonista. Y las críticas hablaban de mí y yo me daba cuenta de que estaba empezando una buena carrera. Creo que en ese momento, por primera vez, pensé que si no hacía nada especialmente malo me iba a ir bien. Desde ahí era difícil volver atrás. Podría haberme dedicado más a la actuación. O exclusivamente al teatro musical. Pero difícilmente hubiera podido retroceder.

Nace una estrella
Después de Cabaret vino Weill. Con un espectáculo basado en su vida y estrenado en 1987, Ute Lemper realizó su primera gira: Nueva York, el Piccolo Teatro de Milán, el Berliner Ensamble, Tokio, Hong Kong, París, Londres, Jerusalén, Barcelona. Junto al director John Mauceri grabó la Opera de tres groschen y dos álbumes con canciones de Weill. Por un lado, su voz empezó a ser una referencia inevitable en ese repertorio. Un repertorio que, además, ella ayudó a revitalizar y redescubrir. Desde Lotte Lenya –la mujer de Weill– que nadie ponía tanto empeño en la obra de este autor. Pero por otra parte, la Fundación Weill, capitaneada por los herederos del músico, la condenó e intentó prohibir que ella cantara sus óperas. La razón: un extraño purismo. El registro de Lemper no es el mismo para el que están escritas muchas de las partes que canta y, por consiguiente, éstas deben ser transportadas. La fama posterior, el hecho de que –les gustara o no a los herederos– esas canciones volvieron a ser populares en la voz de Ute Lemper y el prestigio de que uno de los espectáculos sobre Weill en los que ella participó tuviera como coreógrafa y directora de escena a Pina Bausch acallaron los reparos. Por esos años, también, Maurice Béjart compuso una coreografía especialmente para ella, con el nombre de una cerveza belga de alta graduación: La Mort Subit. También participó, como Ceres, en Prospero’s Book –la versión de Peter Greenaway de La tempestad de Shakespeare–, donde además cantó algunas de las canciones escritas por Michael Nyman, y actuó en L’Autrichienne, de Pierre Granier-Deferre, donde hizo el papel de María Antonieta. Sus apariciones como actriz incluyen Bogus, de Norman Jewison, y un episodio de Cuentos de la cripta.
¿Qué le enseñó trabajar con directores como Pina Bausch o Maurice Béjart y en un contexto más cercano a la danza que a la interpretación de canciones? ¿El trabajo en cine le aportó algún saber específico?
–Con cada uno de los que trabajé, también con Savary y con directores de cine como Altman, aprendí a tratar de ser un instrumento. A ser dócil. Creo que recién cuando uno sabe cumplir los pedidos de otro, amoldarse a una estética ajena, hacer propio lo que otro está pensando acerca de lo que uno tiene que hacer, se está preparado para pensar un espectáculo propio. No sabría decir qué hay de Savary, qué de Greenaway o qué de Béjart en mis propios espectáculos, en mi manera de moverme sobre el escenario, en cómo pienso los ritmos. Pero seguro que hay cosas de cada uno de ellos. Tuve la suerte de trabajar con grandes directores y es una suerte que espero no haber desperdiciado. Por otra parte, si bien el trabajo en cine y en teatro es totalmente distinto, porque en cine es más un rompecabezas, uno a veces no conoce la escena completa hasta que la ve en la pantalla, creo que ambas maneras de trabajar enseñan lo mismo. Por un lado a ser disciplinado. Por el otro, que el material de un actor o unbailarín –y para un cantante lo es también en gran medida– es el espacio. Creo que con ellos aprendí a manejarme en el espacio.

Elecciones
¿Cómo elige su repertorio?
–De una forma casi azarosa. No me dedico demasiado a buscar nuevas canciones. Están las que recuerdo, las que escuché alguna vez, incluso de chica, y pensé que algún día cantaría. Y después está lo que escucho por ahí. Aunque no todo lo que me gusta lo considero apto para mí. Admiro profundamente a Joni Mitchell. A Carole King. Hay grandes compositores de canciones, como Randy Newman, Sting, Billy Joel. Escucho cosas de ellos que me gustan casi permanentemente pero, por ahora, no los elijo para cantar en público. Mi próximo disco, que ya estoy terminando, tendrá sólo canciones mías. Las letras cuentan historias. Historias de vida: amores, infancia, soledad. Las músicas tienen características más contemporáneas.
¿Se siente más cómoda con el repertorio de tradición escrita, cuando hay una partitura a la que remitirse, o en las canciones más populares?
–Hay repertorios que permiten un trabajo mayor de recreación. Las canciones del cabaret berlinés, por ejemplo. Allí las partituras no dicen casi nada más que la melodía, la letra y los acordes. La guía para saber cómo sonaban esas canciones está en otras partes: en grabaciones antiguas, en testimonios. Y a partir de esos datos hay que ponerse a recrear. De todas maneras, en este momento no me interesa mucho hacer un trabajo arqueológico. Tampoco lo hago con las canciones de Dietrich o Piaf. Lo que hago es ponerlas en escena nuevamente, con recursos y sonidos actuales. Hay, por supuesto, un cierto clima de la canción al que no creo que sea interesante oponerse. Pero después, hay muchísimo para crear. En cuanto a la comodidad, no sé. Cantar algo que está escrito y que debe ser interpretado con precisión es atractivo. Resulta interesante que el espacio de la creatividad esté restringido y que uno tenga que arreglárselas para hacer algo personal. Aunque tampoco es que me preocupa demasiado ser personal. Creo que la originalidad es una de esas cosas que suceden cuando no se las piensa. Si se está muy pendiente de tratar de ser distinto, nada sale con fluidez. Puede ser que se logre ser original pero lo que no se logra es que lo que uno hace sea interesante para otro.

Berlín, Berlín
Usted habló alguna vez acerca de que no quería que sus hijos vivieran en Alemania y que odiaba a un pueblo en el que era posible encontrarse con asesinos por la calle. ¿Sigue manteniendo esa posición?
–No sé si usé alguna vez la palabra odio pero, si lo hice, no volvería a hacerlo. El pueblo alemán es un pueblo que se ha repuesto de cosas espantosas, entre ellas el haber estado separado en dos. Lo que sucede es que hubo una Guerra Fría y, posiblemente, miedo a mirarse en el propio espejo, entonces Alemania no revisó su historia, no pensó en por qué llegó a lo que llegó. Yo no creo que el nazismo sea un fenómeno exclusivamente alemán, o, en todo caso, pienso que aprovechó, de la peor manera posible, las peores cosas que todos tenemos dentro: el miedo a lo distinto, el autoritarismo, el sadismo. Me parece que al condenar al nazismo como algo inhumano se tomó el camino más fácil, que es pensar que fue obra de animales totalmente distintos a nosotros. Y no es así. De hecho, hay muchísima gente que participó del nazismo, con distintos grados de responsabilidad, a los que uno puede cruzarse por la calle. Pueden ser los maestros de nuestros hijos, los porteros de nuestros edificios e, incluso, nuestros gobernantes. Un país que no acepta su pasado (y que no condena lo que debe condenarse) queda mal parado para encarar el futuro. Lo que es inconcebible es seguir escuchando cosas como “yo no sabía que en loscampos se mataba gente” u oír a un médico decir “de algo tenía que trabajar y en los campos se pagaba bien”. Pero, al mismo tiempo, Alemania es un país donde el arte forma parte de lo cotidiano, donde la tradición es riquísima.
Más allá de las canciones de cabaret, ¿cuál es el lugar que ocupa, para usted, el arte de la República de Weimar?
–Esa fue una época de ebullición, en la que estaban sucediendo cosas nuevas e interesantes todo el tiempo. Desde principio de siglo, en Alemania y en Viena venía gestándose un caldo de cultivo maravilloso. El grupo El Jinete Azul, en el que estaba Kandinsky, Schönberg y el atonalismo, el jazz y el music hall que llegaba de Estados Unidos, el tango. Creo que esa época, y también lo que sucedió en ese entonces en París, cambió definitivamente las reglas del arte. Dejaron de existir las diferencias que había entre “arte alto” y “arte bajo”. Stravinsky componía ragtimes y tangos, Weill recurría al jazz y a las canciones de music hall y, al mismo tiempo, los artistas populares daban un impulso a lo que
hacían que trascendía ampliamente el entretenimiento. Letras como la de “Münchaussen”, que Hollaender escribió en 1931, dos años antes de que Hitler fuera elegido canciller, tienen un nivel de observación y de crítica que todavía hoy resulta asombroso.

La vida es un cabaret
De Kurt Weill y Edith Piaf a Pink Floyd y Elvis Costello: un recorrido por la discografía imprescindible para escuchar a Ute Lemper.

Por D.F.

Desde la banda de sonido original de la producción alemana de Cats, casi imposible de conseguir en Argentina, hasta el reciente Punishing Kiss, donde interpreta canciones de Tom Waits, Elvis Costello y Nick Cave entre otros, la producción discográfica de Ute Lemper es variada y abarca con precisión sus obsesiones estéticas. En los dos volúmenes dedicados a canciones de Kurt Weill, con la Orquesta de la Radiodifusión de Berlín dirigida por John Mauceri –en donde pueden escucharse versiones memorables de “Alabama Song” y el tango en francés “Youkali”–, al igual que en la versión completa de “Die Dreigroschenoper” y de “Die sieben Todsünden” (en el mismo álbum que el “Mahagonny Songspiel”) aparece uno de sus costados más populares, hasta el punto de que muchos la consideren la equivalente actual de Lotte Lenya (que fue mujer de Weill) como voz oficial del compositor. Ella, por su parte, se encarga muy bien de separar estas obras del repertorio de cabaret: “Él era un compositor clásico, que utilizó materiales provenientes de los géneros populares entre otras cosas porque tenía motivos políticos para hacerlo y porque para él era vital buscar la máxima comunicatividad posible para los textos que elegía”.
Su participación en la versión grabada en vivo en Berlín de The Wall, junto a Roger Waters, y las canciones de Prospero’s Books, la música de Michael Nyman para el film de Peter Greenaway, junto al Nyman Songbook (donde aparecen reelaboraciones de algunas de las canciones de Prospero, además de otras con textos de Paul Celan, Mozart y Rimbaud) y el exquisito Illusions, con canciones del repertorio de Marlene Dietrich y Edith Piaf, están entre sus CDs más logrados. Una lista de sus discos esenciales debería completarse con City of Strangers, donde canta canciones de Kosma sobre textos de Jacques Prévert y de Stephen Sondheim, con la dirección musical de Bruno Fontaine, quien la acompañará en su actuación en Buenos Aires y con el magnífico Berlin Cabaret Songs. Este disco, en el que el Matrix Ensemble, conducido por Robert Ziegler, realiza un verdadero trabajo de reconstrucción de las instrumentaciones y tipos de arreglos de las canciones de cabaret de la décadas de 1920 y 1930, incluye obras de Spoliansky, Hollaender y Goldschmidtt entre otros, y fue editado dentro de la excelente serie Entartete Musik (Música degenerada) del sello Decca, una colección dedicada por completo a obras y autores prohibidos por el nazismo. A Punishing Kiss le sucederá (Lemper dice estar terminándolo) un álbum con canciones enteramente compuestas por ella.

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"No importa cuanto tiempo hayas vivido en París, siempre te sentirás extranjero y lo mismo puedo decir de todas las ciudades europeas", señala la cantante, bailarina y actriz alemana Ute Lemper en el cálido diálogo telefónico que mantuvo con Clarín antes de viajar a la Argentina para presentarse con su espectáculo Voyage, este viernes 27 y sábado 28 en el Coliseo. Y sigue: "Los europeos son nacionalistas, usan clichés para pensar los diferentes tipos humanos y se relacionan a través de ellos. La defensa de la nacionalidad se usa en Europa como el derecho a ser despectivo con otras comunidades. Alemania es el mejor ejemplo de lo que digo. Creo que los franceses son demasiado franceses, los ingleses demasiado ingleses y los alemanes demasiado alemanes y la verdad es que al final del día son todos demasiado provincianos. En cambio Nueva York —la ciudad en la que vivo— incorpora a todas las nacionalidades, a todas las religiones. Es una ciudad abierta, un lugar donde me siento libre".

La producción de Ute Lemper es inseparable de su conflictiva relación con Alemania, el país donde nació en el año 1963. Aunque en But one day, su último disco, la voz de Lemper se ha revestido de un sonido pop, su nombre está ligado a las irreverentes, punzantes, satíricas y muy oscuras canciones escritas por la dupla integrada por Kurt Weill y Bertolt Brecht. "La música de Weill ya no tiene el impacto que tuvo en su tiempo —señala—. El arte del Berlín de los años 20 era esencialmente político. A diferencia de lo que sucedía en Viena o en París donde la discusión en el arte era puramente estética, en Berlín el arte tomaba posición sobre distintas áreas de la vida social, desde la esfera pública —la justicia en el sistema democrático, los derechos de la mujer, la libertad de expresión— hasta la privada —cuestiones como la homosexualidad, por ejemplo—. La de Weill fue un nuevo tipo de música, una música escrita con la sencillez de la canción con una estructura melódica muy simple, más simple que la de la música clásica escrita hasta ese momento. Ese fue mi primer repertorio y la forma en que yo definí mi personalidad artística. Siempre vuelvo a él, aún ahora que abrí mi repertorio a la música francesa —con Edith Piaf, Jacques Brel, Prevert—, a mi propia música y a textos en yiddish, en árabe y en hebreo".

Después de graduarse en la Escuela de Danza de Colonia y de trabajar bajo las órdenes de Fassbinder, entre otros grandes nombres de la dirección de actores, Lemper se puso a prueba en diferentes musicales: Velma Kelly, de Chicago; Lola, del Angel Azul; Peter, en Peter Pan y Sally Bowles, en Cabaret fueron algunos de los roles por los que transitó. "Fue sensacional formar parte de producciones como Chicago y fue muy bueno estar en Broadway. Sin embargo, cantar la misma parte durante tanto tiempo se hace pesado. Me interesaba el despliegue atlético, pero me frustraba un poco la impresión de que toda la obra era un poquito superficial, de que no había ni una canción que penetrara alguna zona más profunda".

- En algún momento también cantó composiciones de Michael Nymann. No parece una tarea fácil trasladarse del expresionismo de Weill al minimalismo de Michael Nymann.

- Fue un salto muy difícil porque Nymann exige un tratamiento más abstracto de la voz, un canto sin personalidad; Nymann pide la voz de un ángel o, mejor, la de un boy scout. Tuvimos una larga colaboración y escribió un ciclo de canciones para mí. La poesía era muy potente porque hablaba de temas como el Holocausto y eso le daba un espesor expresivo. Pero la música es muy abstracta, difícil de cantar y carente de concentración armónica. Fue muy difícil de aprender, pero después de haberlo hecho puedo decir que fue una experiencia enriquecedora.

- ¿Esa experiencia modificó su manera de expresarse?

- No, de ningún modo. Lo que sí ha modificado completamente mi relación con el canto es el contacto con las canciones de Nick Cave, Elvis Costello y Tom Waits que están en el disco Punishing Kiss. Esa experiencia definitivamente cambió mi concepción del canto y hasta me llevó a componer.

Ese contacto con músicos más actuales la ha llevado a expresarse en un registro más pop. En su último disco aun las canciones de Weill fueron captadas por una estética pop.

En But one day el productor ha tomado decisiones que yo no aprobé del todo. El es responsable de los arreglos para las canciones de Weill. Cuando haga September song en Buenos Aires podrá comprobar que la versión es completamente diferente a la que aparece en el disco. Nunca estuve demasiado convencida de lo que sucedió con ese material.

- ¿Hasta qué punto el productor de un disco de Ute Lemper puede entrometerse en su material?

- No debería haber sucedido de ese modo, pero en ese momento había demasiadas cosas por modificar: él pensaba de un modo y había arreglado la música con esa concepción y no había manera de cambiarlo. No tuve demasiadas opciones.

- En ese mismo disco hay dos canciones de Astor Piazzolla. ¿Cómo tomó contacto con su música?

- Conocí a Piazzolla en París en 1989. En ese momento yo vivía en París y fui a ver algunas de sus actuaciones. En una de ellas había una cantante, Haidée Alba, una mujer muy pequeñita que cantaba la música de Piazzolla con una pasión y un gusto increíble, una expresión que podía asemejarse a la que precisan las canciones de Brecht. Creo que Buenos Aires tiene puntos de contacto con la Berlín de la República de Weimar: una historia desafortunada y una mala economía. La diferencia que pude percibir es que la música de Piazzolla es mucho más sensual. La de Weill contiene la expresión germana, aunque él amaba el tango. Fue tan intensa la experiencia de escuchar a Alba que quise cantarla inmediatamente, pero en ese momento no hablaba ni una palabra en castellano y, aunque pudiera imitar el sonido de la lengua, tuve la sensación de que iba a sonar artificial. Me resigné y esperé a aprender el idioma. Después de unos años de vivir en Nueva York, donde estoy más expuesta al español, me atreví a retomar esa música e incluso a traducirla al inglés.

- ¿Cree que las cantará en castellano en algún momento?

- Algunas de ellas ya las estoy cantando en castellano y las voy a presentar en Buenos Aires. Ustedes tendrán la última palabra.

- ¿Como fue el proceso de empezar a componer?

- Siempre escribí poemas y toqué el piano; un día puse mis poemas en el atril del piano, empecé a crear secuencias armónicas y a cantarlas. Les mostré las canciones a mis músicos y empezamos a trabajar. Entre todos arreglamos ese material para los diferentes instrumentos. Así de sencillo. Mi próximo CD tendrá sólo canciones propias. En junio saldrá el álbum en vivo que grabé en Nueva York, pero en febrero produciré este nuevo álbum con mis canciones.

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